

A Tintilla
nunca le había gustado ir al colegio y mucho menos, estudiar. Se agobiaba en
clase y siempre estaba distraída pensando en la hora de salida. Tampoco le
gustaban los cuentos, ni los
libros de aventuras, ni ningún libro en general.
Según ella, estaban llenos de palabras feísimas de
color negro, sin adornos ni dibujos, palabras oscuras que ni siquiera
entendía, y por eso los libros
le parecían pesados y aburridos a más no poder.

Ella
prefería ir de excursión con su pandilla, e incluso, a veces, con sus padres. Le
gustaba trepar a los árboles, ir a la playa a nadar y bucear, hacer cabañas,
escondites de piratas… todo eso. Pero leer o escribir, nasti de plasti.
Un día de verano que iba con sus amigos por
el campo haciendo carreras con la bici, no vio un barranco que estaba sin
señalizar y se cayó desde una altura de más de 2 metros . Se destrozó la
pierna derecha. Aquello tenía mala pinta. Le limpiaron la herida, le sujetaron la
pierna con una tablilla y la llevaron al Hospital. Después de las primeras curas en Urgencias, los
médicos le dijeron que tenía una rotura abierta y que precisaba cirugía. O sea,
que no quedaba más remedio que operar.
Como
a cualquier otra persona, eso le dio bastante miedo, pero lo ocultó porque no
quería preocupar a su familia. Su familia, que tenía el mismo miedo que ella,
también se lo calló, como hacen todas las familias del mundo creyendo que así
ayudan al enfermo. Siempre dicen No pasa nada, en
vez de entender que lo que necesitaba Tintilla
era llorar y desahogarse un poquito.


Durante los días de espera y mientras le bajaban
la infección a base de antibióticos, su compañera de habitación le prestaba
cuentos que ella agradecía pero que no miraba. Uno de ellos fue La Historia Interminable, que se le hizo eterna, desde luego,
porque no podía pasar de la primera hoja y se le cerraban los ojos del
aburrimiento.
Por
fin llegó el día de la operación. Nada más entrar en el quirófano, el Anestesista,
que parecía muy simpático, le sonrió, le tomó la tensión y el pulso y le puso
una mascarilla de color verde. Se quedó dormida.
Al
instante, empezaron a suceder cosas Fantásticas:
Se originó un tremendo vendaval y soplaron fuertes rachas de viento
que azotaron a la ciudad con una potencia formidable. Aquella tormenta
repentina rompió techos y cristales, partió ramas de los árboles, tiró macetas
y provocó que casi todo saltara por los aires.
Multitud de libros, con sus lomos de brillantes colores, empezaran
a elevarse. Como si no pesaran nada,
tomos grandes y pequeños, diccionarios y revistas, libros gordos y delgadas
cartillas se alzaron de los estantes de las bibliotecas, y, a través de las
ventanas abiertas, echaron a volar.
Según se elevaban se les iban
cayendo las letras y los personajes. El aire fresco les abría las hojas y decenas,
cientos, miles de palabras de todo tipo se precipitaron en cascada sobre los
tejados, los parques y las calles de la ciudad.
La población, boquiabierta, recogía
esa lluvia de letras y las guardaba en grandes cestas de mimbre. Cuando el
viento calmó y el cielo quedó limpio y sereno, las depositaron sobre unas mesas
alargadas, las pintaron de colores rojo, azul, lila, amarillo, naranja y ocre,
y las decoraron enlazándoles árboles, soles, casitas y dragones.
Dejaron las letras resplandecientes. Éstas
sí que eran preciosas, elegantes como mariposas y listas para viajar y crear
nuevas historias con ellas.
Y eso hicieron: jugaron con las
palabras, descifraron mensajes secretos, resolvieron acertijos, fabricaron
marca- páginas con flores de almendro, dibujaron divertidos tebeos y lloraron
de emoción con los cuentos que escribieron.
La ciudad, que había empezado a
oler magníficamente a tinta y a papel, se les llenó de personajes insólitos. Por
sus barrios paseaban magas, gigantes, castañeras, duendes, vampiros, amazonas,
piratas, cervatillos y conejos.
Tintilla alucinó cuando
vio, saludándola como si tal cosa, a una niña de coletas tiesas sobre un caballo
pintado con lunares negros. Y cuando se cruzó con un marino de piel curtida y
aretes en las orejas que decía llamarse Simbad y le hacía reverencias diciendo salam-alaykum en un idioma nuevo. Y tranquilizó
a un niño tan pequeño como un pulgar que lloraba desconsolado porque sus padres
le habían abandonado. Incluso reconoció de lejos a un druida galo preparando
pociones en su caldero.

Todo el mundo contribuyó en la tarea de salvar y reparar los volúmenes
que se iban encontrando. Unos les quitaban el polvo y la suciedad. Otros, les separaban
las piezas estropeadas. Los artesanos de la
Tintilla, sin saber muy bien por qué, se acordó
emocionada de los médicos y enfermeras que le estaban curando la pierna.

Empezó a sentirse como esos Grandes Magos que sacan La Varita de
Escribir y de un plumazo, zas, cambian los falsos discursos de los políticos por canciones
y versos; zas-zas y desaparecen los no pasa nada y los silencios;
zas-zas-zas y suprimen las palabras que les aburren como ósculo, antiparras, bacalao y australopiteco. Poderosos Magos
capaces de imaginar mundos extraordinarios y seducir con una isla y su tesoro, con
una ballena blanca, con un grupo de amigos descubriendo misterios o con un viaje
en globo a través del indómito desierto. Ella y sus amigos reemplazaron toneladas de leyes, ordenanzas, pretéritos de subjuntivo, gerundios y reglamentos, por palpitantes historias de marineros, que metían en botellas de cristal y lanzaban al mar junto a poemas y proverbios.
Algunas consiguieron llegar hasta bellos continentes de coral, muy
alejados de su puerto, y que conocieron palabras mágicas y relatos de otras
culturas y de otros pueblos. Llenas de entusiasmo, se hicieron amigas de c´était une
fois, bokura-ga-ita, a
long time
ago…
Al
poco de despertar y según la subían desde la Sala de Reanimación hasta su habitación en la
Segunda Planta, Tintilla
dejó bien claro a su familia dos cosas:
Y dos, que, por favor, le
trajeran a la habitación el mayor número posible de libros
de cuentos.
Ah, y tres, que tenía tanta hambre que se comería un cocido entero.
-Ay, doctor, que esta
niña no está normal, que la criatura ha perdido el juicio. Mire usted que está
pidiendo cuentos y no sé qué dice de llorar…
Tintilla no
quiso explicar ni contar nada. ¿Para qué? Total, nadie le iba a creer…
Ella
pensaba que fue algo más que un sueño. Sabía que saltó de la cama del
quirófano, y que se asomó a un mundo donde era posible llorar y tener miedo sin
avergonzarse, donde se podía navegar sin barcos y volar sin alas, y, como en
los mejores y más divertidos libros, tener un lenguaje propio y secreto.
Sonriendo,
reconoció el pequeño marca páginas de flores que todavía conservaba entre los
dedos.
Fin
Ana Sancho, es Trabajadora Social del Hospital Santa Lucía. Ha escrito este precioso cuento para los niños y niñas de las Aulas Hospitalarias. La protagonista, Tintilla, vivirá una fantástica aventura en el hospital donde descubrirá el mágico mundo que encierran los libros y se dará cuenta de que, a veces, llorar resulta tan necesario como reír.
¡¡Muchísimas gracias, Ana!!







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